(De regreso después de prolongadas vacaciones / se dibuja la primavera en los rostros invisibles)
¿Qué
hace la literatura? Quizá sea esa –nada más y nada menos—la interrogante que
busca responder Nona Fernández no solo en esta hermosa y breve casi novela Chilean Electric, sino en mucho de su
escritura que recurre a la historia para volver a pensarla y a pensarse (Mapocho, por ejemplo, es un texto que simplemente debiera
estar en todo los currícula de Historia de Chile). En otras palabras: qué es lo
que la letra puede iluminar; qué es lo que se desvela cuando la escritura
tórnase real. Claro, está la memoria,
está la historia que se reinventan y resienten. Pero también hay otro sentir:
registrar. La literatura registra, se nos dice (aprendemos).
Registra
la historia de una abuela que cuenta el momento en que se inicia la modernidad
en Chile: la iluminación del mero centro del país. La noche en que la Plaza de
Armas de Santiago del Nuevo Extremo enceguece a sus habitantes. La llegada de
la luz es, sabemos, el inicio de todo (hágase la luz dijo alguien; más luz
pidió Goethe en su lecho de muerte). Un momento que simboliza lo nuevo., lo que
está por venir, el Chile que es hoy. Y en ese sentido es que adquiere, como en
las otras novelas de Fernández, un carácter fantasmal: la verdad de ese momento
es literalmente entredicha: sucede, ha sucedido, pero siempre habrá fracturas
en la construcción de la verdad (de la imposible verdad, porque sabemos que lo
único que tenemos es el esbozo que dibuja la memoria. Y la literatura: la
narración de la abuela que recuerda muchos años después el día en que su padre
la llevó a ver la luz a la Plaza de Armas… ¿debo seguir?—Pero, ¿qué sucedería
si esa memoria nunca ocurrió? O sí sucedió pero no así… ¿Importa?)
El
tiempo hace trampas. La escritura puede volver y revolver el pasado; traerlo y
hacerlo de nuevo presente. Aquí tiempo y espacio adquieren sus reales
dimensiones: son inextricables. La Plaza de Armas es testigo y además (al mismo
tiempo) sucede, se transforma: donde estuvo la horca a un niño le arrancan un
ojo, una mujer del futuro camina de la mano de su padre… y es el lugar de la
fundación de la nación --el ombligo del
que la abuela carece— o del intento de ella, de eso que pudo ser y no fue pero
que siempre queda en el vaivén de la historia, en su terrible incertidumbre.
La
cuenta de la luz hay que pagarla como hay que pagar la historia que se inventa.
Como la literatura es un pago del pasado, una posibilidad y un registro y una
observación, agrega la narradora, imposibles y necesarios a la vez. Y algo
tiene que ver en todo esto un lenguaje que alguien llamaría poética --la iteración, la metáfora, la sinécdoque,
la paranomasia, buscadas—que obliga a la lectora, al lector, a meterse en la
cuenta de un lenguaje que sabe (aunque sea paradójicamente a tientas) que se
hace cargo de una historia que cae sobre sus hombros. (De pronto, en la página
80, Lumpérica, una fundación posible
de la narrativa latinoamericana contemporánea, se hace presente. Sabemos
entonces --como solo se saben pocas cosas en la vida—que la historia de la luz
es también muchas historias y es, impajaritablemente, la historia también de la
oscuridad que, oh oxímoron, nos ilumina.
Por eso
entonces: “Iluminar con la letra la temible oscuridad”. (Y recordamos, de
nuevo, el descenso a los infiernos de Ulises o de Eneas, o de Av. Diez de Julio Huamachuco, fecha de
batalla, novela de fantasmas). ¿He ahí acaso la razón de ser de la escritura? Chilean Electric deja colgando del
alumbrado –público y privado— esa posibilidad (ese sueño, esa esperanza),
porque (también) sabemos, como bien sabe la escritora de estas páginas, que la
luz se hace solo por un rato en la página, que la oscuridad, sin embargo,
continúa. Y es en ese instante que nos damos cuenta (quizá, puede ser, vaya a
saber uno), que la historia de la abuela, el incendio de luces en la plaza de
armas en un tiempo del cual no podemos tener el recuerdo, es inevitablemente cierto
y, peor y mejor aún, verdadero: el futuro se construye desde la escritura y con
ella deviene la memoria.
La
memoria que es, se nos recuerda, un cortocircuito necesario en nuestro
presente. En pensar un mundo donde la luz que impera no nos deja ver la
luminosidad de los rostros, el matiz de las formas. Al final contamos hasta
tres para que todo se haga verdad o mentira: pero no hay magia posible. No. La
escritura nos recuerda que todo tiempo y todo espacio están llenos de memoria,
y que la tarea, simple y fatal, hermosa e irreversible, de la literatura, es
desentrañar esas cuatro dimensiones de las que estamos hechos.
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