Monday, September 5, 2016

El libro de la semana: Chilean Electric, de Nona Fernández

(De regreso después de prolongadas vacaciones / se dibuja la primavera en los rostros invisibles)



¿Qué hace la literatura? Quizá sea esa –nada más y nada menos—la interrogante que busca responder Nona Fernández no solo en esta hermosa y breve casi novela Chilean Electric, sino en mucho de su escritura que recurre a la historia para volver a pensarla y a pensarse (Mapocho, por ejemplo, es un texto que simplemente debiera estar en todo los currícula de Historia de Chile). En otras palabras: qué es lo que la letra puede iluminar; qué es lo que se desvela cuando la escritura tórnase real.  Claro, está la memoria, está la historia que se reinventan y resienten. Pero también hay otro sentir: registrar. La literatura registra, se nos dice (aprendemos).



Registra la historia de una abuela que cuenta el momento en que se inicia la modernidad en Chile: la iluminación del mero centro del país. La noche en que la Plaza de Armas de Santiago del Nuevo Extremo enceguece a sus habitantes. La llegada de la luz es, sabemos, el inicio de todo (hágase la luz dijo alguien; más luz pidió Goethe en su lecho de muerte). Un momento que simboliza lo nuevo., lo que está por venir, el Chile que es hoy. Y en ese sentido es que adquiere, como en las otras novelas de Fernández, un carácter fantasmal: la verdad de ese momento es literalmente entredicha: sucede, ha sucedido, pero siempre habrá fracturas en la construcción de la verdad (de la imposible verdad, porque sabemos que lo único que tenemos es el esbozo que dibuja la memoria. Y la literatura: la narración de la abuela que recuerda muchos años después el día en que su padre la llevó a ver la luz a la Plaza de Armas… ¿debo seguir?—Pero, ¿qué sucedería si esa memoria nunca ocurrió? O sí sucedió pero no así… ¿Importa?)







El tiempo hace trampas. La escritura puede volver y revolver el pasado; traerlo y hacerlo de nuevo presente. Aquí tiempo y espacio adquieren sus reales dimensiones: son inextricables. La Plaza de Armas es testigo y además (al mismo tiempo) sucede, se transforma: donde estuvo la horca a un niño le arrancan un ojo, una mujer del futuro camina de la mano de su padre… y es el lugar de la fundación de la nación  --el ombligo del que la abuela carece— o del intento de ella, de eso que pudo ser y no fue pero que siempre queda en el vaivén de la historia, en su terrible incertidumbre.




La cuenta de la luz hay que pagarla como hay que pagar la historia que se inventa. Como la literatura es un pago del pasado, una posibilidad y un registro y una observación, agrega la narradora, imposibles y necesarios a la vez. Y algo tiene que ver en todo esto un lenguaje que alguien llamaría poética  --la iteración, la metáfora, la sinécdoque, la paranomasia, buscadas—que obliga a la lectora, al lector, a meterse en la cuenta de un lenguaje que sabe (aunque sea paradójicamente a tientas) que se hace cargo de una historia que cae sobre sus hombros. (De pronto, en la página 80, Lumpérica, una fundación posible de la narrativa latinoamericana contemporánea, se hace presente. Sabemos entonces --como solo se saben pocas cosas en la vida—que la historia de la luz es también muchas historias y es, impajaritablemente, la historia también de la oscuridad que, oh oxímoron, nos ilumina.

Por eso entonces: “Iluminar con la letra la temible oscuridad”. (Y recordamos, de nuevo, el descenso a los infiernos de Ulises o de Eneas, o de Av. Diez de Julio Huamachuco, fecha de batalla, novela de fantasmas). ¿He ahí acaso la razón de ser de la escritura? Chilean Electric deja colgando del alumbrado –público y privado— esa posibilidad (ese sueño, esa esperanza), porque (también) sabemos, como bien sabe la escritora de estas páginas, que la luz se hace solo por un rato en la página, que la oscuridad, sin embargo, continúa. Y es en ese instante que nos damos cuenta (quizá, puede ser, vaya a saber uno), que la historia de la abuela, el incendio de luces en la plaza de armas en un tiempo del cual no podemos tener el recuerdo, es inevitablemente cierto y, peor y mejor aún, verdadero: el futuro se construye desde la escritura y con ella deviene la memoria.



La memoria que es, se nos recuerda, un cortocircuito necesario en nuestro presente. En pensar un mundo donde la luz que impera no nos deja ver la luminosidad de los rostros, el matiz de las formas. Al final contamos hasta tres para que todo se haga verdad o mentira: pero no hay magia posible. No. La escritura nos recuerda que todo tiempo y todo espacio están llenos de memoria, y que la tarea, simple y fatal, hermosa e irreversible, de la literatura, es desentrañar esas cuatro dimensiones de las que estamos hechos.  







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