Julio
Valdivieso regresa a México después de una ausencia de veinticuatro años. Ahí
se encuentra, qué remedio, con su pasado. Un pasado que nunca ha dejado de ser
su presente. Las memorias se acumulan y reescriben. El mismo ahora reescribe el
pasado que parecía olvidado. Además, Julio es profesor de literatura (y como la
gran mayoría de ellos, un escritor sino frustrado al menos nostálgico). Está
casado no con el gran amor de su vida (por supuesto), sino con la hija de uno
de sus profesores. Una italiana que le gusta traducir a autores exóticos (o
sea, latinoamericanos) y, teme Julio en su paranoia, algo más que traducirlo.
La vuelta y los reencuentros adquieren más dinamismo y la trama literalmente se
enturbia con, cómo no, un poco de dosis de narcotráfico, femmes medio fatales,
varios tragos de mezcal y algo de violencia para no perder la costumbre. Hasta
ahí y considerando todo eso, El testigo
es una novela correcta, predecible, formal; una novela como hay muchas, y, por
lo mismo, irrelevante. Sin embargo, hay algo que salva a la novela y la
convierte en un texto que no solo vale la pena leer con calma (y la necesaria
tristeza), sino en una reflexión sobre el tiempo y el sentido de la verdad, de
lo que fuimos, de lo que quisimos ser y del sueño que seguimos queriendo. Y
aquello que rompe con la predecibilidad que complota, no es nada nuevo; es más,
es precisamente un recurso aún más típico y conocido: la literatura misma o
casi.
El
verdadero (¿pero es que podemos hablar de tal?) protagonista es el poeta Ramón
López Velarde. Y es él, con la inclusión de sus poemas, de su vida, de su
misterio (en todos los sentidos) quien imbuye a la novela no solo de esa otra
posibilidad interpretativa, sino más y mejor, de humor, sarcasmo, historia e
ironía. Julio debe decidir si unirse a aquellos que quieren beatifica al poeta,
basándose en ciertos milagros demasiado familiares o cercanos. O bien ,
allegarse a aquellos que reniegan del carácter religioso del poeta y de su
obra. El punto aquí es evidente: no importa, de eso se trata, es un chiste; la
poesía está en otra parte; la escritura está siempre en otra parte. Leer un
poema es siempre leerse a uno mismo, por eso la poesía de López Velarde
adquiere una fuerza de punk notabilísima. Una poesía postmodernista –como me
enseñara algún profesor cuyo nombre he preferido olvidar—de un ritmo y
vocabulario que dista bastante de la estética que hoy nos circunde. Sin
embargo, desde la extrañeza de ese lenguaje que busca ser explicado (pero que
como ser acólito del alcanfor, no puede serlo), irrumpe lo nuevo que trae
consigo toda tradición. El viaje de regreso de Julio es un viaje paródico,
también, un Ulises que no se halla excepto en la poesía que tampoco logra
entender.
No se
trata de malos entendidos o de falsificaciones, de las que está llena la
novela—quedamos suspensos si el encuentro entre Julio y su amada prima no se
dio solo por la mala suerte del destino; el inicio de la carrera de Julio tiene
en su origen una falsificación que, a fin de cuentas, no falsifica nada. No,
pues no se trata de entender bien o mal, sino de aprehender la realidad antes
siquiera de su comprensión. El testigo
está recorrido por múltiples testigos: aquellos que ven y saben, pero jamás
comprenden. Como el Julio niño que acusa a su tía de un adulterio que nunca
existió, como el padre de Julio, como los amigos que son testigos de un afán y
un amor que existió en todos los deseos pero no en la realidad; testigos de
milagros y de muertes, testigos de este país que está de la chingada, pero que
sigue intentando inventarse y rehacerse desde donde sea posible. El simbólico
nombre de la hacienda de la familia de Julio, Los Cominos, viene resume la
paradoja que atraviesa y marca a la familia y a la nación toda. Un terreno
seco, donde antes hubo vida y que pareciera volver a su ser primero a través de
una serie de televisión sobre la guerra cristera que será filmada en esas
tierras. Pero, claro, la televisión es solo una simulación que ni siquiera
tiene la fuerza de borrar lo que antes hubo. Pero por lo menos permite una
imaginación, un invento, una creencia para seguir funcionando, para hacer como
si. Ese choque de tiempos y de espacios es lo rompe a los personajes y que solo
halla se reencuentro en la poesía que termina siendo la novela.
Amor y
muerte vuelven por supuesto a ser a fin de cuentas (y al principio de ellas)
los únicos temas posibles. Julio se encuentra en la encrucijada que le va a
durar toda la vida. Y si hay algo que le agradecemos especialmente a Villoro es
que no haya resuelto devolverle el amor perdido en la forma de la hija de aquel
(una tensión que a ratos parece que va a estallar—como puede estallar una suite
de Bach). Así, el amor del pasado vuelve y reaparece en todos esos momentos de
peligro. La novela pareciera decirnos: si hay algo por lo cual vale la pena
vivir es justo por esos momentos de algarabía, de placer secreto, de culpa
infinita, de rabias recónditas y estallidos inesperados.
Es
cierto, el lector podrá creer que al final, el escape de Julio resulta
demasiado fácil y estereotipado. La mujer que lo recibe y comprende la hemos
visto demasiadas veces y hace demasiado tiempo (cómo olvidar a la Rosario de Los pasos perdidos). Lo que rescata el
final es su mismo carácter televisivo, su saberse una parodia de la que no
tenemos más remedio que ser testigos. Porque ahí radica la fuerza que me
atrevería a llamar subversiva de la novela: nos obliga a ser testigos, a
atestiguar que a pesar de lo que sucede (y de cómo sucede) hay una potencia
visceral en la poesía que hace que valga la pena no solo leer y escribir, sino
seguir rumiando en este teatro que nos ha tocado en suerte.
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