Esta
crítica fue publicada en la sección de Cultura de el periódico de Manizales La Patria, “Papel Salmón”. Fue publicada
allá por el año 2008 como parte de los festejos por los 80 años de Fuentes.
Ahora la vuelvo a escribir como recuerdo y homenaje en el año de la muerte del
escritor. El título original de la crítica era “La amistad y el tiempo.”
En medio de la turbamulta desatada por los ochenta
años de Carlos Fuentes—fiesta que incluyó discursos, encuentros, presencias y
ausencias de grandes y famosos amigos, agradecimientos múltiples y hasta el
estreno de una ópera con su libreto--, en medio de un despliegue mediático y
publicitario realmente impresionante, la publicación de su más reciente novela,
La voluntad y la fortuna (Alfaguara
2008) constituyó solo un adorno más, una vela más del octogesimal pastel.
Sin duda que hay algo que se pierde o que pierde su sentido
en esta confusión. Pero no quisiera caer en el mismo error y entrar a discutir
las razones posibles tras todo este aparatoso aparataje. Baste con mencionarlo.
Prefiero en su lugar, celebrar este cumpleaños (y ahora recordar su partida)
comentando dicha novela. Quizás leer a los escritores, después de todo, siga
siendo lo mejor que se puede hacer con ellos.
Carlos Fuentes es, antes y después del lugar común,
uno de los escritores latinoamericanos más importantes de la segunda mitad del
siglo XX. Uno de los miembros del famoso boom y ganador de prácticamente todos
los premios posibles con excepción de uno, el que sí ganó su amigo—presente en
varios de los festejos—Gabriel García Márquez (y ese otro conocido del boom, en
el 2010, Mario Vargas Llosa). Aún hoy recuerdo el auténtico deslumbramiento que
me produjo la lectura de La muerte de
Artemio Cruz, el placer de las páginas de La región más transparente, el misterio de Aura, o la perfección estructural de esa bellísima novela de
formación que es Las buenas conciencias.
Recuerdo, en breve, al Fuentes de los sesenta: un narrador formidable,
innovador, adelantado, a ratos genial.
Cincuenta años después de La región aparece esta novela de más de quinientas páginas: es un
intento por abarcar la realidad mexicana, social y política en su totalidad. Es
un relato que se pretende mítico y realista a la vez. LA historia de dos
hermanos de bíblicos nombres, Josué y Jericó, que no saben que lo son, su
amistad, su aprendizaje que no se detiene, como el de Jaime Ceballos de La buenas conciencias, en el fin de la
niñez, sino que se prolonga en el de la sociedad y del tejemaneje político
mexicano. Abogados, grandes empresarios, criminales (los anteriores y los
otros), arribistas, curas spinozianos
que nos recuerdan a Thomas Mann, mujeres fatales, aviadoras y de las otras, en
fin, un mundo heteróclito como la misma ciudad que recorre la novela. Todo
esto, no olvidemos, enmarcado por un peculiar hecho: el narrador es Josué,
quien nos cuenta su historia, perdón, su cabeza nos cuenta la historia desde un
indeterminado más allá. Sí, desde un principio sabemos que él ha sido
decapitado a temprana edad y que vamos a escuchar sus cuitas, su life story. Y ahí vamos, desde su mera
infancia hasta el momento final que conocemos, ¡zas! caput kaput. Esta
perspectiva de pájaro, supongo, le permite un grado de conocimiento al narrador
literalmente más allá de este mundo (mal que mal no todos podemos hablar con
espíritus), lo sitúa fuera del tiempo humano (¿divino?) y quizá sea esto lo que
le otorga una cierta extrañeza a la novela que no termina por convencer ni
convencernos.
La “voluntad y la “fortuna” que juegan “libremente
para formar el destino” (485), forjadora del millonario Max Monroy (¿Carlos
Slim?), cuya “simbiosis perfecta” está encarnada en el alter ego de Josué, su
hermano Jericó, resultan una conveniente, aunque engañosa, guía para la novela.
Sí, podemos hacer una interpretación sencilla: la política es una mezcla de
ella; la vida un resultado donde una termina por primar más que la otra.
Y no muy metafóricamente podemos pensar que la
voluntad y al fortuna son aquello que rige los destinos del país pero en otro
sentido: son los dos poderes, el político y el económico. Bueno, no necesitamos
mucha imaginación: en caso de que no nos hayamos dado cuenta, el narrador se
encarga de aclarárnoslo: “Le pedí que me analizara a uno y a otro, al
presidente y al magnate, al cabo los dos polos del poder en México (y en
Iberoamérica)” (455).
La novela quiere abarcar, precisamente, esos dos
mundos, en su compleja totalidad, y en su búsqueda –en la búsqueda por el
universo- parece olvidar que, como decía alguien, es mejor dibujar la aldea.
Las descripciones de la cuidad son notables, mas se abusa de la explicación
sociológica o antropológica urbana de la (supuesta) sociedad actual. Así, la
lograda estructura y el mismo suspenso de la trama pierden su fuerza y su
potencialidad reveladora. Pero, dicho esto, la extrañeza referida emerge, creo
yo, de un aspecto un tanto más difícil de definir.
El tema central de La voluntad y la fortuna es el tiempo. El tiempo de su escritura,
el del aprendizaje de los hermanos, el tiempo en y de la historia de México y
también el tiempo del propio autor, de Carlos Fuentes, el de su vejez (y ahora
podemos agregar, el de su muerte). Es una novela post-2001. México, como el
mundo, ha cambiado, la tecnología ha cambiado, ahora hay iPods (288),
computadores más rápidos y toda la consabida parafernalia.
La novela trata de estar al día con ello, trata
desde su construcción clásica y con un impresionante recurso a La Literatura
(partiendo con el libro de los libros, claro está), insertarse y dar cuenta de
este nuevo mundo, de una nueva realidad. Sin embargo, y aquí la inefabilidad,
hay un desfase, incluso un sentimiento de falsedad en todo ello. No estoy
pidiendo una adecuación entre la forma y el contenido. ¡Para nada! Pero lo
explícito del intento hace que este sea superfluo, innecesario, vano…
Por eso, en lugar de pretender describir el
universo, nos conviene volver a la novela, a una de sus otras posibilidades,
donde volví a encontrar al Fuentes que me había deslumbrado. Esta novela, con
todos sus problemas –y solo he mencionado unos pocos-es, en sus mejores
pasajes, una reflexión profunda y simple a la vez, hermosa y terrible, sobre la
amistad (y sobre su falta y ausencia en el mundo de hoy). La historia de los
hermanos-amigos, Josué y Jericó, Cástor y Pólux que son también Caín y Abel, es
un enfrentamiento, así, con nuestros temores y con nuestro tiempo y su paso. El
resto de la voluntad y parte de la fortuna, están de más.
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