Qui Tollis Peccata
Mundi… Ay, perdón, hay
novelas que lo tienen todo: una trama que promete, mucha acción posible,
personajes originales y hasta queribles y muchos y variados, un manejo
impecable del lenguaje, una estructura inteligente y hasta dibujitos acompañando
el texto. Pero algo pasa, algo de pronto sucede que no es como el fin del mundo
pero se le asemeja: el fin de la entretención. O sea, que la lectura se torna
tediosa, aburrida. Y no hay pecado mayor. Sobre todo en una novela que juega a
la parodia, que abunda en ironías bien pensadas, en críticas políticas
alucinadas y alucinantes. Algo no termina por funcionar en Memorias de los días, una ya vieja novela de Pedro Ángel Palou.
Llegué
a ella, reconozco, luego de entretenerme con Malheridos y El dinero del
diablo. Como buen ex crackero, Palou se siente a sus anchas en temas,
escenarios y mundos disímiles. Su
conocimiento es vasto, su literatura variada, y su sentido del humor
ácido y duro. Pero en Memorias la
mezcolanza y abigarramiento le juegan una mala pasada. Parodia de La guerra del fin del mundo; no. Más
bien de la miríada de películas sobre el fin del mundo que nos bombardearon
finisecularmente. Aquí se trata de una secta—la Iglesia de la Paz del Señor es
más bien un circense grupo de estropajos humanos—que sabiendo que el mundo se a
acabar emprenden un obligado periplo hacia Los Ángeles. Para financiarse no
escatiman métodos: frailes que luchan, cantinas, y otros servicios. Claro que
no es fácil cruzar por la migra y al final todo resulta ser un fiasco (es
evidente desde el comienzo, por lo que no importa que le cuente). La novela
pretende dar las perspectivas de sus muchos personajes: el escriba o narrador,
el Amado Nervo del grupo al inicio, pero que resulta al final ser el mismo
nieto del redentor, le da la voz a Magdalenas y Marías, lo cual si al comienzo
atrae al lector, luego, rápidamente, lo termina por desocupar antes de tiempo.
El
texto se construye desde las imágenes del tarot que anuncian cada capítulo.
Además abundan frases en latín y aforismos—“¿Quién es el aliento del Libro”? “Silencio.
Nada hay que no haya muerto”--, que a pesar del humor que uno puede esperar
caen como plomazos de seriedad en un texto que hace mejor con los Capitán
Morgan, Corinitas y Fray Estruendo que despliega sus saberes en el ring de la
lucha; ah, y sobre todo con el entrañable doctor Carmona. Personaje clásico, científico
perdido en su fama—un cometa llevará su nombre y pasea de ciudad en ciudad, de
universidad en universidad, dando a conocer lo ya conocido; metáfora del
conocimiento vacuo, pero desde la pura humanidad. Carmona se pierde en las
estrellas de la novela.
Pero no
todo es pecado en este mundo: la visión fantasmal de Ciudad de México y el
trasfondo político, con un presidente vitalicio que da el marco de la situación
política global, hacen que la violencia sistémica se pueda sentir en la
trayectoria de Estupiñán y su séquito. Uno no puede pedirle peras al olmo, pero
a veces no estaría demás. Memoria de los
días podría haber sido una novela apocalíptica de la Ciudad de México,
fantasmal, terrible y hermosa; una caracterización de México de fin de siglo
alucinante y alucinada, pero se pierde en detalles y reiteraciones que solo
interesan a un grupo muy pequeño y particular de pecadores. Al final, lo mejor
es cuando el cura y el escriba repiten juntos Ite missa est.
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