La escritura como juego. Escribir que se escribe que se escribe. Mirada en el abismo: la
representación de la representación que descubre y desvela, como en Hamlet, la
verdad de lo acontecido. El novelista que no está convencido de su novela y la
interrumpe para criticarla aquella desde la doble o triple posición exógena. No
es un recurso original, por cierto; y a ratos puede ser un tanto agotador e
incuso ingenuo. Sin embargo, debemos reconocer que es una estrategia que
permite al escritor o escritora recurrir a diversos modos y estilos, a jugar
con despliegues lingüísticos y velocidades diferentes. Y, además, constituye,
sobre todo en este caso, una reflexión sobre qué significa escribir, cómo se
puede hacer y cómo no—pensar sobre las reglas para transgredir las reglas. El
sueño del escritor que quiere convertirse en uno y en la tragedia de no poder
halla la misma posibilidad y cumplimiento de la promesa.
El garabato de Vicente Leñero tienes sus años. Publicado
en 1967 (el mismo año en que apareció Cien
años de soledad), está enmarcado por una carta de Pablo Mejía a un Vicente
(que, en el juego de pactos y suposiciones, es Leñero, el autor real). La
novela de Mejía cuenta la historia de un escritor que decide leer el borrador
de la novela de un escritor más joven, Fabián Mendizábal, esta titulada “El
garabato”. Así, la novela va y viene del texto “de” Mejía, criticando al de
Mendizábal, junto a disquisiciones sobre el arte y la literatura, sus
relaciones con su ex mujer y su amante, sus idas al analista y su peculiar y
compleja relación con la religión,—su fe y sus ideas sobre el pecado, que
marcan sus mismas decisiones y que es parte de su crisis. Es en el de
Mendizábal en el que se centra lo que podríamos llamar la acción: persecuciones
en automóvil, estados paranoicos, escenas frustradas de erotismo, construcción
dialógica de personajes pertenecientes a clases económicas opuestas, pero que
son amigos (o por lo menos se imaginan como posibles amigos). La historia de
Mendizábal adquiere visos de policial—uno que debiera incluirse en cualquier
antología del género latinoamericano--, pero ve su ritmo literal y
literariamente interrumpido por el proceso de lectura y crítica de Mejía. Ambas
historias quedan colgando en el aire, suspensas, finales abiertos que esperan
una nueva escritura (que ya no existirá). La de Mendizábal con el protagonista,
Rodolfo, siendo empujado “dentro de un auto negro que arrancó antes de que las
portezuelas se cerrarán”; y la otra, luego del encuentro entre el escritor y el
aprendiz, en el cual Mejía destruye la novela de Mendizábal (que no le reconoce
que, al igual que nosotros, no ha acabado de leer). El joven responde que,
entonces, no ha entendido el sentido de la novela. ¿Qué contenían las
cuartillas no leídas que tanto pudieran cambiar el sentido de la novela? No lo
sabremos. Mejía decide tomar un avión de Ciudad de México a Los Ángeles e
intentar una reconciliación con Lucy.
“Nadie
escribe el libro que desea escribir”, es el epígrafe tomado de Goncourt, que
inicia el texto de Mejía. En El garabato,
Leñero se regocija con la creación paralela de un mundo reflexivo, donde se
privilegia el análisis filosófico y literario; y de uno de acción. Lo curioso y
lo notable, es que ambos mundos no logran compenetrarse, se mantienen
separados. Y he ahí la gran ironía de este ejercicio literario: se trata de
pensar la estructura literaria como la han pensado muchos (no puedo dejar de
recordar a Pablo Palacio un maestro de la compenetración y del desnudamiento de
la maquinaria literaria) y plantear qué sucedería develamos la estrategia, el
secreto, y hacemos de ello la misma historia. Este divertido intento de un
joven Leñero no quedará, por cierto, en los anales de las oficiales historias
de la literatura; pero ya anticipa (y retoma) la desaparición de las grandes
novelas totalizantes del Boom que estaban en boga por esos años. Leerla
vis-a-vis Cien años nos devuelve al
doble (e infinito) placer de la literatura y de su humor y al deseo de la
realidad que ella es capaz de construir.
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