Hay un
cierto aire en las escrituras de los últimos años, quizás no predominante, pero
en todo caso persistente y filoso como una navaja que nos revela un aspecto de
la realidad (o de algo que se parece a ella) que recuerda y retoma los
fantásticos aforismos de Cioran. Ah, la
vida no vale nada, todo es una porquería. Sí, el existencialismo radical, que
combina creencias adolescentes con otras que denotan la experiencia vivida.
Vivir no es nada nuevo, han dicho por ahí; decir que la vida es una mierda o
una barca, tampoco. O como escribe Servín en esta novela: “Vivir no es más que
la pesadilla del suicida”. Pero, y he aquí la principal falla de Cuartos para gente sola, el protagonista
no se suicida. De hecho, no tiene ninguna intención de hacerlo. Le interesa
llevar una vida solitaria, pervivir en su propio Edén (como su nombre
inventado), e ir al cine. Aunque solo un poco. Su drama a ratos logra atrapar
al lector, pero la desidia vital se torna a ratos en desidia narrativa, que no
es lo mismo y tampoco es igual.
Aunque
la vida de Edén no llegue a la radicalidad que nos pide Cioran, sus acciones y
la descripción de estas sí provocan pequeños golpes en la mente. Directa y
ágil, la violencia se hace excesiva gracias a lo escueto del estilo. La
concisión y el modo con que se dibujan la realidad son notables. En el episodio
más memorable, uno que se podría resumir como Amores perros después de la catástrofe, el protagonista decide
enfrentar en desigual lucha a un perro de pelea. Metáfora de lo que se quiera,
la muerte, la animalidad, reflejo de lo que somos, de lo que en realidad somos,
de la bestialidad de nuestros sentidos, etc.; no importa: la lucha es pura
superficie, pura incapacidad de conectarse con un interior que no existe. La
escena de la lucha se reitera un par de páginas después cuando el protagonista
coge con su vecina. Escenas espejo que dejan en el lector el mismo vacío que
siente Edén. No es poca cosa por muy sabida que sea: sexo y muerte de la mano,
la mujer es como el perro, pero al menos tiene la sabiduría de escapar de su
condena, matando a su vez y huyendo con el dinero de la casera.
La
única salida a este mundo cruel y vil, está en el cine y, evidentemente, en la
literatura que leemos. Ahí hay una salvación que adquiere (como en Cioran) elementos
curiosamente religiosos. Servín es un creyente y la suya es una lucha contra
esa realidad diaria; realidad personal, histórica y social. Los personajes,
todos, habitan espacios sórdidos, infestados de ratas y telarañas, llenos de
polvo y basura; y no hay nada que rescatar en ellos. Y es ahí cuando viene la
fe a cumplir esa tarea imposible de darle un sentido a la existencia. Una fe de
la soledad como origen para una posible comunidad. A fin de cuentas, se trata
de muchos cuartos para gente sola, tristes y grises como la portada, que buscan
hallar la posibilidad de su encuentro, de su reunión. Pero ello en un tiempo y
espacio inciertos que no cabe aún en la realidad de la imaginación.
Escribir
un libro es posponer el suicidio, escribió Emil. Edén en lugar de escribir, ve
películas. Por ahora vale la pena.
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