A poco el Zurdo. Desenvolviendo crímenes
narrativas y narrativas criminales. Aquí de nuevo la violencia, el cómics, el
lenguaje desfasado y deslenguado; la armazón desarmada, las voces, polifonía
renacentista, que todas devienen de pronto una. Voces que dan una voz tan
distinguible como el agua cristalina. Ahí un gran logro: en el caos el orden,
en la violencia la literatura o algo que todavía se parece a ella. No es fácil
de buenas a primeras entrarle y encajarle los dientes mandibulares a este
texto; no se trata solo de ponerle atención básica, sino también de
compenetrarse con la búsqueda lingüística que Mendoza elabora. Sí, para el
desocupado que no maneje la jerga pop-mex-post puede a ratos tornarse un poco
complejo y confuso. Pero sobre eso algo dijo hace unos años el gran Lezama. El
lenguaje se descuajeringa: se abre violentamente, los dichos se redicen y
resignifican, se dan vueltas. Todo, de este modo, crea un verdadero aquelarre
de la palabra que es la vez poderoso y atractivo. La suma de acción se
convierte en compañía ideal para ello: el ritmo es igualmente violento (sí,
todas las violencias de las que hablaré en seguida, se suman forma-fondo,
significado-significante), hay una prisa que quizá podría pasar por descuido,
pero no si se trata de una cuidada lectura.
Entonces la violencia: la película que
vimos la semana pasada está aquí acelerada, el asesinato de dentistas, las
matanzas que se suceden, la venganza, una corrupción que ya deja de serlo. Y la
política: Nombre de perro es una de
las críticas más furibundas a la guerra contra el narco que lanzó con
fanfarrias y claros clarines Calderón. Una guerra que se muestra en su sin
sentido y en su radical ser: ha llegado a ser la mejor explicación de esos
rizomas teóricos que tanto nos embelesaron hace unas décadas. La ficción supera
a la teoría y al revés y también la realidad. Porque estamos todo el tiempo
metidos en esta película que es la novela; la vemos –la visualidad es casi
neorrealista—y la oímos, pues a cada instante las voces se acompañan de música:
banda sonora que suena para todos los gustos, tirado para lo retro, medio
cursilón, que nos obliga, por si todo lo otro no hubiese sido suficiente, a
notar el carácter irónico de las páginas que corren. Pero, como sabemos y
sabían muchos antes que nosotros, la ironía es una de las mejores maneras de
cantarnos la verdad. Novela irreal de lo
real que es y entonces vuelve como golondrinas becquerianas. O, quizá podemos
pensar, que la realidad se ve siempre interrumpida por la aparición de una
realidad más profunda. Extrañamente, entre muchos de los recuerdos que trajo Nombre de perro a mi perdida memoria,
estuvo el de La promesa Dürrenmatt,
donde el detective fallaba porque en la vida, a veces, se falla. Aquí la
posibilidad de la resolución pasa a un segundo plano o a un primero. Pero no
importa. O no importa tanto, pero sí.
Y entonces también el Zurdo. A poco. En
este mundo de detectives, policías y periodistas o profesores dados a la
investigación, Mendieta merece un lugar y un sitial privilegiado. Queda por
esperar, ciertamente, hasta dónde llegará, pero desde ya su originalidad y
exquisita ética hacen de él uno de esos casos difíciles de olvidar. Ética
contando, el Zurdo se inserta en esa serie de policías investigadores (para
recordar al flaco Mandel: el police
procedural), que –en cada iteración histórica que tiene va dando cuenta y
al vesre de la relación crimen-ley de su momento. Pero más allá de tecnicismos,
lo que importa es lo que llamo la entrañabilidad
del personaje: el modo en que se convierte en, como dijera Luis Miguel,
inolvidable. Preámbulo este para pensar en Mendieta en relación a (¿o se dice
con relación a?) nuestro querido habitante de Ystad, Kurt Wallander. ¿No estaré
acaso comparando peras con manzanas? Claro que sí. Y ese es justamente el
punto: no se trata de modos de actuar, de pensamientos filosóficos, sino de un
pathos que permea, que trasuda y traspiran los dos. Kurt, en la idílica Suecia,
rara vez quebranta la ley. El Zurdo sabe que la ley no es algo que uno se pueda
tomar solamente en serio—la ley está siempre en otra parte. Los dos también
saben que la verdad es solo un detalle. Los dos, fundamentalmente, saben que la
vida y en especial los corazones de los seres humanos son infinitos como un
poema de Campoamor; esto es, desde sus años de soledad la gran lucha de los dos
es intentar romper con la rocola de sus vidas.
Voy a leer las dos novelas anteriores del
Zurdo para ver si mi iniciático alumbramiento se oscurece o no. Por mientras,
me quedan dando vueltas las canciones y las estrellas que iluminan estas páginas.
Y no es poco. A poco.
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