Echaba
de menos el DF. Agarré una novela de Fadanelli (y no la película). Quién sabe si fue una buena
decisión o no. Pero la verdad sea dicha: me llevó de vueltas a la Ciudad de
México, o al menos a una parte del monstruo, una especial y no necesariamente
hermosa, pero hermosamente necesaria. Fadanelli puede aburrir y repetir, es
cierto, pero nadie como él para describir el sentimiento que transpira la urbe.
Ahora que escribo esto, en Zurich, se hace aún más real. La prosa de F es
urgente más curiosamente recatada. Su tardío realismo sucio, su exceso de sexo
que no es y de alcohol que se bebe y de drogas que se sueñan, es marca de un
tipo nuevo de literatura. O dicho de otro modo: Fadanelli es uno de los pocos
escritores originales. Y eso no es un piropo. Porque su originalidad da también
cuenta de una incapacidad (como todas). Su literatura es un descanso y una
calma. En su violencia y su brusquedad hay una ternura que todos sus personajes
añoran y que luchan por ella. ¿Quieres ser una escritora, pero te falta tema?
Obvio: trabaja de bailarina en un night club, suavemente puta para saber y
escribir. Ta’bien, un poco fácil, evidente, pero seamos honestos: hay que poner
la carne. La que sea que uno tiene.
Hay una
nostalgia hermosa que recorre y transforma a los personajes de Fadanelli. En su
permanente búsqueda por la autodestrucción (aparente), mediante el
reconocimiento de sus limitaciones, emerge la posibilidad de lo más
profundamente humano. Aquí, el realismo deviene casi alegórico. Si las
amarguras no son amargas cuando las canta Chavela Vargas, lo sórdido se torna
como un viaje por una puesta de sol en Clarisa
ya tiene un muerto. Como es una constante en la narrativa latinoamericana
de los últimos treinta años, la escritura misma adquiere un lugar fundamental.
Se vive para poder escribir. Adriana intenta tener experiencias para llevarlas
a la pantalla literaria. El gesto evidente y no paradójico es que la novela nos
muestra la necesidad de lo opuesto: primero escribimos, luego podemos pensar en
vivir. Y al enfrentar las dos instancias quizás podamos resolver que no hay
diferencia significativa entre la escritura y la vida, que la una y la otra son
las dos caras de una moneda (o una moneda con una sola cara).
La
libertad de la narración comienza con la perspectiva del narrador. Observador,
testigo, protagonista de algunas de las aventuras de el mundo melancólico de
este DF Fadanelliano, nos cuenta con igual propiedad las suyas propias como las
de los otros personajes aunque él no esté presente. Ese pequeño gesto de
inverosimilitud refuerza la noción de construcción, de mera ficción de la
realidad y de la impajaritable realidad de la ficción. La suma de juicios sobre
la realidad, entonces, deviene un posicionamiento político que es
simultáneamente como vuelo de pájaro y rastreo de caracol. La ciudad no
funciona como microcosmo del país (o del universo); más bien sucede lo
contrario: en la ciudad, en este DF extrañable y entrañable, todo cabe, todo
está en él. Cada uno de los seres que pululan sus bares y antros, militares,
travestis, putas, bebedores, lectoras, adolescentes retando su destino, forman
una constelación de múltiples brillos y oscuridades; y son ellos los que hacen
la ciudad, es su habitar –sus penas y esperanzas—lo que hace real y viva la
ciudad y la novela.
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