Sunday, October 13, 2013

El libro de la semana: Clarisa ya tiene un muerto, de Guillermo Fadanelli



Echaba de menos el DF. Agarré una novela de Fadanelli (y no la película). Quién sabe si fue una buena decisión o no. Pero la verdad sea dicha: me llevó de vueltas a la Ciudad de México, o al menos a una parte del monstruo, una especial y no necesariamente hermosa, pero hermosamente necesaria. Fadanelli puede aburrir y repetir, es cierto, pero nadie como él para describir el sentimiento que transpira la urbe. Ahora que escribo esto, en Zurich, se hace aún más real. La prosa de F es urgente más curiosamente recatada. Su tardío realismo sucio, su exceso de sexo que no es y de alcohol que se bebe y de drogas que se sueñan, es marca de un tipo nuevo de literatura. O dicho de otro modo: Fadanelli es uno de los pocos escritores originales. Y eso no es un piropo. Porque su originalidad da también cuenta de una incapacidad (como todas). Su literatura es un descanso y una calma. En su violencia y su brusquedad hay una ternura que todos sus personajes añoran y que luchan por ella. ¿Quieres ser una escritora, pero te falta tema? Obvio: trabaja de bailarina en un night club, suavemente puta para saber y escribir. Ta’bien, un poco fácil, evidente, pero seamos honestos: hay que poner la carne. La que sea que uno tiene.  

Hay una nostalgia hermosa que recorre y transforma a los personajes de Fadanelli. En su permanente búsqueda por la autodestrucción (aparente), mediante el reconocimiento de sus limitaciones, emerge la posibilidad de lo más profundamente humano. Aquí, el realismo deviene casi alegórico. Si las amarguras no son amargas cuando las canta Chavela Vargas, lo sórdido se torna como un viaje por una puesta de sol en Clarisa ya tiene un muerto. Como es una constante en la narrativa latinoamericana de los últimos treinta años, la escritura misma adquiere un lugar fundamental. Se vive para poder escribir. Adriana intenta tener experiencias para llevarlas a la pantalla literaria. El gesto evidente y no paradójico es que la novela nos muestra la necesidad de lo opuesto: primero escribimos, luego podemos pensar en vivir. Y al enfrentar las dos instancias quizás podamos resolver que no hay diferencia significativa entre la escritura y la vida, que la una y la otra son las dos caras de una moneda (o una moneda con una sola cara).
La libertad de la narración comienza con la perspectiva del narrador. Observador, testigo, protagonista de algunas de las aventuras de el mundo melancólico de este DF Fadanelliano, nos cuenta con igual propiedad las suyas propias como las de los otros personajes aunque él no esté presente. Ese pequeño gesto de inverosimilitud refuerza la noción de construcción, de mera ficción de la realidad y de la impajaritable realidad de la ficción. La suma de juicios sobre la realidad, entonces, deviene un posicionamiento político que es simultáneamente como vuelo de pájaro y rastreo de caracol. La ciudad no funciona como microcosmo del país (o del universo); más bien sucede lo contrario: en la ciudad, en este DF extrañable y entrañable, todo cabe, todo está en él. Cada uno de los seres que pululan sus bares y antros, militares, travestis, putas, bebedores, lectoras, adolescentes retando su destino, forman una constelación de múltiples brillos y oscuridades; y son ellos los que hacen la ciudad, es su habitar –sus penas y esperanzas—lo que hace real y viva la ciudad y la novela.






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