No sé si fue mi tío Bajtin o mi tía Marta, la cosa es que recuerdo como si hubiese
sido ayer cuando me contaron eso de las novelas polifónicas, donde se creaba un
coro de voces y juntas todas ellas salían a caminar y creaban una realidad, un
mundo propio. Dicho así suena muy fácil, como si se tratase de poner a un
montón de gente a hablar y ya está. Pero los que hemos tenido la fortuna de
leer más de una novela, sabemos que no es así. Menos aún si el mundo que se
trata de representar (y aquí nunca mejor usada esta palabra) tiene que ver con
el pistoletazo en el concierto del que hablara, creo, Stendhal. O sea, de
política. Efectivamente, crear una novela política y coral es un inmenso
desafío. Podemos agregar un tercero, agarrándonos de aquellos grandes del grupo
de Guayaquil: el intento de describir la realidad y nada más que ella. En este
caso, la guerrilla y la guerra sucia en el México de los años setenta.
Sí, Guerra en el paraíso de Montemayor no es
una novela fácil. Cuesta entrar, uno se pierde, se olvida de los personajes, de
quién dice qué. Pero cuando pasamos esa barrera nos encontramos ante un texto
notable: una novela que es doblemente política.
En su contenido, en lo que cuenta: los
avatares de Lucio Cabañas y su gente; y la reacción del gobierno, las acciones
de la policía y el ejército. Reconocemos nombres, eventos (asesinatos,
secuestros, momentos históricos), tierras, geografías, incluso calles y citas.
La política de esos años bulle. Las voces van efectivamente conformando una
constelación que dibuja y describe el dolor y las esperanzas, el terror y el
miedo de esos años, a la vez que se convierte en un documento que quiere
mostrar, correr el tupido velo que esos años han tenido (por suerte cada vez
menos) en las historias oficiales y reconocidas.
Pero más significativamente, Guerra en el paraíso es política por su
apuesta estética. Por su romper y crear, por decir: la única manera (la mejor
manera) de dar cuenta de lo sucedido es por medio de la desarticulación de las
historias oficiales, únicas, hegemónicas. El texto, como todo texto, no puede
dejar de lado su voz autorial, pero sí logra desvanecerla y camuflarla lo suficiente
para que las voces sean de veras oídas, para que la dificultad que encontramos
al leer sea la dificultad de la realidad misma o casi. Las voces de los
periodistas que en varias ocasiones interrogan a generales o representantes del
poder funcionan como un curioso espejo de las voces de nosotros los lectores y
lectoras. Surgen una serie de posicionamientos especulares, incluso corriendo a
ratos el riesgo de la fusión más que la confusión: queda la sospecha
inquietante si a fin de cuentas guerrilleros y militares no son tan diferentes.
Pero sí lo son. No por un heroísmo de la guerrilla o la inteligencia de Cabañas
o porque su causa sea justa—valga todo eso—sino principalmente por sus
quiebres, fallas y dudas; por la profunda humanidad que conlleva. Traicionan,
fallan y vuelven a traicionar, porque nada es fácil, porque nunca ha sido ni
será fácil. Y sí, también hay campesinos aterrados que parecieran sentirse
entre la espada y la pared, y hay soldados que se mueren de miedo (y con razón)
porque es el miedo y el terror lo que surge de la pobreza. Violencia que se
reparte de todas maneras y en todas las direcciones. Violencia sistémica,
claro, en la base de todo; sustentada con mentiras y despojos. Violencia
quemante subjetiva, la que vemos y oímos y leemos y queremos pero no podemos
olvidar. Violencia del texto que se quiebra y se vuelve a quebrar.
Acapulco sigue ahí, las tierras de Guerrero,
a pesar de todo (o quizás por ello) se nos entregan en toda su plenitud y
belleza. Sí, pues no debemos olvidar que estamos en el paraíso. Con tonos de
lirismo que me recuerdan líneas de Los
hombres obscuros del gran Nicomedes Guzmán, Montemayor hace aparecer la
belleza en medio de la violencia más abyecta. El color de la tarde, el rumor
del agua o del viento; la brevedad de una flor. Todo ello puede durar apenas un
segundo o menos, pero está ahí y es el marco silencioso de esta guerra que,
tristemente sabemos, se escribe hoy con otras palabras y con otras esperanzas.
Guerra en el paraíso es también una novela sobre la
utopía de la revolución. Como tal permite lecturas encontradas: desde la utopía
absurda hasta la necesidad imperiosa; desde sueños descarriados a
interpretaciones correctas de la realidad (las discusiones sobre el lenguaje
necesario para explicar el marxismo son notabilísimas; cómo explicárselo a los
campesinos, a los pobres… Aquí la ironía de Montemayor merece aplauso). Y es la
misma novela la que se encarga de recordarnos que toda respuesta, la que sea,
debe pasar por la historia. Que sin historia no tenemos futuro ni revolución. Y
sin novela no hay historia.
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