Sunday, October 6, 2013

El libro de la semana. La isla de las tribus perdidas, de Ignacio Padilla

La mar ha sido, qué duda cabe, tesoro de poetas y narradores. Innúmeras las letras que se han atravesado por sus olas y se han adornado con sus espumas. El mar y todo lo que él encierra y rodea es motivo de asombro, éxtasis y pavor. El hermoso ensayo de Ignacio Padilla es un recorrido por las imaginaciones marítimas e insulares de la literatura latinoamericana que no solo encanta sino que también despierta. De naufragios, ahogos y tempestades; de crusoes y alvares cabezas de vacas, Padilla navega por aguas a ratos calmas a ratos tormentosas, pero siempre soñadoras.
 Claro está que es un libro de un escritor sobre escritores. Como tal se exagera la sabiduría de las palabras, se muestra y demuestra que se sabe, que se conoce una historia que es también todas las historias de un continente. La isla de las tribus perdidas busca insertarte en la augusta tradición del ensayo latinoamericano que reflexiona sobre su propia condición e identidad. Está búsqueda por el inefable y escurridizo ser latinoamericano arranca desde las páginas marítimas que Padilla recorre. Mares que son como pampas sarmentinas o reflexiones carpenterianas sobre los contextos de nuestro continente que nos habitan y redundan. Un viejo integrante de ese grupo que por aquellos años 90 se conoció como el Crack, firmante de un manifiesto donde ponían a Proust por arriba de todo (ese amor a la palabra sigue aquí presente: Cervantes es, sigue y será el referente máximo), lo llevó a incursionar en esas novelas latinoamericanas que no mencionaban América Latina. Situadas en lugares extraños y recónditos—como la Europa nazi—proponían unas letras universales, quizá errando los disparos, se buscaban, medio en juego medio demasiado en serio, romper con ciertas nociones que ya habían dejado de ser tales.  Yo siempre he afirmado, no obstante, que novelas como Amphitryon son profundamente latinoamericanas (profundas, de raíz, tanto que llegan a doler). Habría que ahondar más en aquellas letras y esos mares que sin ser en apariencia los nuestros, sí lo son. Pero, por cierto, no podemos pedir todo. Incluso los sueños se someten a ciertos límites. Asimismo, el lector o lectora que recorra estas páginas fácilmente podrá entrar a la queja o al resquemor (incluso, tal vez, a la sospecha de la intención mal llevada), y propiciar una serie de nombres ausentes, de literatos y escritoras que están ‘inexplicablemente ausentes’—¿cómo olvidar a Francisco Coloane?—y otros que suman apariciones--¿a qué tanto Revueltas? Mas aquellos asuntos, que tienen que ver en parte con aquello que solíamos llamar gusto, ni interrumpen esta historia; es más la tornan más única y compleja en paradójica soledad.
Escribe Padilla que a América Latina le duele el mar, que este ha sido un gran ausente en la literatura del continente, y que cuando aparece, al contrario de lo que sucede en otras latitudes, lo hace aterrador y furioso. Más que de vida, el mar es la muerte. Y eso dice mucho de nuestra psiquis y, también, de nuestro corazón. Insularidad que se opone a la civilización y propone, de nuevo, su ser barbarie; insularidad que implica, entonces, vivir rodeados de mar. Se isla es la condición no solo de Cuba sino de todos, como sociedad y como individuo. Y es desde esa condición, reclama el autor, que incluso en nuestros días de pérdida de lo que creíamos imperdible, lo sublime de la literatura aún tienen algo que decir. Yo ahí no sé: para mí se trata más de un política marítimo-literaria lo que inunda estas páginas y nos obliga a revolcarnos en las orillas de nuestra memoria.





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