La mar ha sido, qué duda cabe, tesoro de poetas y narradores. Innúmeras las letras
que se han atravesado por sus olas y se han adornado con sus espumas. El mar y
todo lo que él encierra y rodea es motivo de asombro, éxtasis y pavor. El
hermoso ensayo de Ignacio Padilla es un recorrido por las imaginaciones
marítimas e insulares de la literatura latinoamericana que no solo encanta sino
que también despierta. De naufragios, ahogos y tempestades; de crusoes y
alvares cabezas de vacas, Padilla navega por aguas a ratos calmas a ratos
tormentosas, pero siempre soñadoras.

Claro
está que es un libro de un escritor sobre escritores. Como tal se exagera la
sabiduría de las palabras, se muestra y demuestra que se sabe, que se conoce
una historia que es también todas las historias de un continente. La isla de las tribus perdidas busca
insertarte en la augusta tradición del ensayo latinoamericano que reflexiona
sobre su propia condición e identidad. Está búsqueda por el inefable y
escurridizo ser latinoamericano arranca desde las páginas marítimas que Padilla
recorre. Mares que son como pampas sarmentinas o reflexiones carpenterianas
sobre los contextos de nuestro continente que nos habitan y redundan. Un viejo
integrante de ese grupo que por aquellos años 90 se conoció como el Crack,
firmante de un manifiesto donde ponían a Proust por arriba de todo (ese amor a
la palabra sigue aquí presente: Cervantes es, sigue y será el referente
máximo), lo llevó a incursionar en esas novelas latinoamericanas que no
mencionaban América Latina. Situadas en lugares extraños y recónditos—como la
Europa nazi—proponían unas letras universales, quizá errando los disparos, se
buscaban, medio en juego medio demasiado en serio, romper con ciertas nociones
que ya habían dejado de ser tales. Yo
siempre he afirmado, no obstante, que novelas como Amphitryon son profundamente latinoamericanas (profundas, de raíz,
tanto que llegan a doler). Habría que ahondar más en aquellas letras y esos
mares que sin ser en apariencia los nuestros, sí lo son. Pero, por cierto, no
podemos pedir todo. Incluso los sueños se someten a ciertos límites. Asimismo,
el lector o lectora que recorra estas páginas fácilmente podrá entrar a la
queja o al resquemor (incluso, tal vez, a la sospecha de la intención mal
llevada), y propiciar una serie de nombres ausentes, de literatos y escritoras
que están ‘inexplicablemente ausentes’—¿cómo olvidar a Francisco Coloane?—y
otros que suman apariciones--¿a qué tanto Revueltas? Mas aquellos asuntos, que
tienen que ver en parte con aquello que solíamos llamar gusto, ni interrumpen
esta historia; es más la tornan más única y compleja en paradójica soledad.

Escribe
Padilla que a América Latina le duele el mar, que este ha sido un gran ausente
en la literatura del continente, y que cuando aparece, al contrario de lo que
sucede en otras latitudes, lo hace aterrador y furioso. Más que de vida, el mar
es la muerte. Y eso dice mucho de nuestra psiquis y, también, de nuestro
corazón. Insularidad que se opone a la civilización y propone, de nuevo, su ser
barbarie; insularidad que implica, entonces, vivir rodeados de mar. Se isla es
la condición no solo de Cuba sino de todos, como sociedad y como individuo. Y
es desde esa condición, reclama el autor, que incluso en nuestros días de
pérdida de lo que creíamos imperdible, lo sublime de la literatura aún tienen
algo que decir. Yo ahí no sé: para mí se trata más de un política marítimo-literaria lo que inunda estas páginas y nos
obliga a revolcarnos en las orillas de nuestra memoria.
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