¿Qué
sucede cuando el tamaño de nuestra realidad se torna demasiado real? ¿Qué pasa
cuando la vida, la vida misma, se nos restriega en su inefable y paradójica
sencillez? Servín recrea ese tamaño y despliega en sus cuentos, la mayoría
poderosos, el vacío y el sin sentido de la existencia humana. Y, al mismo
tiempo, escribe un par de relatos notables, potentes, que dejan descolocado al
lector, que termina su recorrido por las páginas necesitando un poco de aire.
Respirar profundo.
Vidas
comunes que se ven alteradas por un acontecimiento nimio—una lluvia, un par de
vodkas demás, un viaje inesperado en autobús, un asesinato premeditado sin
saberlo, una calentura cercana a la necrofilia: vidas, reales, feas y duras
(porque la belleza no es algo que nosotros humanos podamos alcanzar). Todo ello
en un marco de una violencia que es más que sistémica o subjetiva; se trata de
una violencia que recorre los huesos del sistema, pero que lo precede. Sí, hay
algo de esperpéntica condición humana que circula y divaga por estas
narraciones, donde el único escape, como siempre, es la vida misma, o sea, la
literatura.
Y en
ella lo que está puesto en tela de juicio es la lógica de las relaciones; pues
lo que estos cuentos buscan es, precisamente, interrumpir lo que podríamos llamar
la lógica dominante. O sea, mostrar cómo la realidad funciona desde parámetros
que no conocemos. Lo trágico (porque aquí prima ese sabor) es que aquello que
reemplaza –lo nuevo que emerge al apagarse la luz de la realidad que
conocemos—no es mejor, sino una versión por lo común degradada y, aún más,
desencantada del mundo. Es en este sentido donde los cuentos que transcurren en
Estados Unidos (“Fuego cruzado”, “Arcoíris”, a mi juicio, los menos logrados)
adquieren una doble relevancia. Interrupción del espacio narrativo: sacarnos
del quicio habitual para, tal vez, indicar cómo en todas partes se cuecen
habas. Interrupción también del ritmo narrativo que es una búsqueda también.
Interrupción que, finalmente, adquiere un nivel alegórico como con la idea de
los fuegos cruzados con lo que dos amigos buscan sorprenderse mutuamente.
Desplazamiento que recorre el tejido social—en “Seis ojos” se nos presenta una
clase media baja que lo único a lo que puede aspirar es a un amor en literal
silencio (pero amor es demasiado para ellos, se trata de un encuentro entre
colegas donde quien más ve es aquella persona que es ciega). Mientras en “La
terraza”—un relato que recuerda lejanamente el terror clasista que aparecía en
la literatura de los años sesenta—una pareja de trabajadores va a instalar un
toldo a la casa de un joven ejecutivo afluente. La situación que comienza con
total normalidad va poco a poco transformándose—aquí la culpa del joven rico es
en un principio inocente al ofrecer una cerveza a la pareja, mas detrás de ello
está la culpa que se dibuja en la misma situación social que se dibuja—hasta
concluir con un final que es a la vez irónico, divertido y grotesco. Aquí, de
nuevo, si bien hay crítica evidente, no se busca reclamar una justicia social
que se sabe de antemano inexistente. Lo que el Palomo y su amigo consiguen es
una satisfacción momentánea; el cumplimiento de un deseo insatisfecho; una
revancha, de esas pocas, que te da la vida. Pero poco más. Queda una sensación
de terrible vacío y de cinismo que incluso niega preguntarse por su mismo
devenir.
Estos
cuentos puede, ciertamente, no gustar a ojos delicados. Hay a ratos una
obsesión con el detalle mórbido (“El antojo”), con la escatología del mundo
como en “Empacho” (los editores hablan de hiperrealismo; no estoy de acuerdo,
creo que el efecto-realidad se logra precisamente por desnudarla, por
desarmarla, el hiperrealismo es una búsqueda diferente, el intento por mostrar
el brillo de la manzana, aquí no hay nada de eso). Pero es desde ahí que comienza
a percibirse una nota melancólica que contribuye a romper con la realidad misma
que se dibuja; he ahí la paradoja de estos cuentos, que desde su construcción
realista crean una realidad mayor y otorgan un sentido al mismo sin sentido de
las vidas de los personajes que pueblan sus líneas.
Crónica
desencantada de una urbanidad desencantada: escribir en estas tierras es, como
señala Servín en la dedicatoria, un vagabundeo entre fieras. Y la única que
certeza que se puede construir es que nosotros replicamos ese recorrido a la
vez que nosotros también somos fieras. Entonces, nuestra lectura es un
ejercicio de esa misma ferocidad. Es intentar apresar el desencanto y el vacío;
tarea, claro está, totalmente imposible pero no por ella algo a lo cual se deba
renunciar. Se trata de buscar los colores del arcoíris en un mundo sin color.
La violencia está siempre a punto de estallar (es un revólver en nuestras
piernas, un árbol caído) porque hay algo que nos excita en ella y porque ella,
la violencia, ya siempre ha sucedido. Quizás esa sea la repetición de la
historia de la que alguien hablara y nuestro querer contarla una y otra vez.
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