Sunday, March 16, 2014

El libro de la semana: Señorita México, de Enrique Serna


La importancia de la construcción del relato. La diferencia entre la fábula y el sujet: la historia y el modo en que la historia está organizada. Sí, aunque la narratología y el formalismo de esos viejos rusos haya sido empleada para los usos y recursos más aburridos y anodinos (por no agregar conservadores y reaccionarios), sigue ayudándonos de vez en cuando y de cuando en vez a entender qué es lo que marca la diferencia en un relato, en la vida o en una novela.


El argumento de Señorita México, “la ópera prima de uno de los narradores más poderosos de Latinoamérica” como nos deja en claro la cita de Ignacio Trejo Fuentes en la portada de la reedición del 2009 (la prima ópera fue publicada el 2000), es sencillo, básico, más bien conocido y repetido: chica pobre sube y cae por la vida, haciendo uso para ello de ciertas tretas que más tienen que ver con el mundo que la rodea que con sus capacidades personales. ¡Alas! No es una historia tan mala: al final es una variante de Karenina, de la Cenicienta (con un final diferente), y de tantas otras. Selene Sepúlveda aprovecha sus encantos para llegar a ser Miss México, a la vez que sus encantos son usados. Aquí se entremezclan la cultura del espectáculo, la nostalgia indisoluble e irredimible por una vida que en realidad nunca fue y, lo que es más importante, la explicación por una verdad que siempre se nos va a escapar. Pero la verdad se busca siempre hacia el pasado: buscar en las ruinas de ese pasado es lo que nos permite, poco a poco (y siempre de modo insuficiente) descubrir lo sucedido. O casi. Y aquía volver. El demiurgo nos mostraba rcicio de imaginar una vida en reversa: el tiempo retroceddo. O casi. Y aquas ruinas de ese p es donde el trabajo de construcción de Serna nos lleva a pensar en el poder de la suya trama y de la literatura.


En “Viaje a la semilla” Carpentier se regocijaba en el ejercicio de imaginar una vida en reversa: el tiempo retrocedía como en esas películas de ciencia ficción donde el genio loco tenía una máquina que nos permitía volver. El demiurgo nos mostraba las velas volver a crecer, las ruinas regresar a su esplendor y luego al sitio eriazo y volver a sus elementos originales. El hombre, un marqués si la memoria no me engaña, volvía de la muerte y llevaba a cabo un largo camino hacia su inicio, hacia el estallido mismo, big bang orgásmico. En el cine, por cierto, esta imaginación, se ha reiterado una y otra vez: Michael Fox navegando en su coche futurista, llegando por error a unos inocentes pero perversos años cincuenta; la versión reciente del cuento de Scott Fitzgerald, Benjamin Button, en la Brad Pitt envejece haciéndose cada vez más joven.


En la novela de Serna no existe esa magia, no hay un intento por deslumbrar desde la extrañeza. Aquí el encanto está en la narración misma, en la armazón detectivesca que va agregando, paso a paso, información de un pasado, el pasado de Selene, hasta que llegamos a su inicio. La paradoja, la ironía de todo esto es que cuando llegamos a ese centro (al contrario de como diría Borges, sabremos lo que somos cuando regresemos a nuestro nacimiento, no cuando alcancemos la muerte), cuando todo lo debemos saber, nos damos cuenta que no, que no sabemos lo que sucede, que toda explicación es relativa, que todo intento por comprender se queda en la superficie, que la vida de Selene Sepúlveda no puede entenderse a cabalidad. Porque toda vida permanece, por lo menos hasta cierto punto, un misterio. Así, el texto construye en entablado de espejos y sorpresas que nos van develando la verdad, en un recorrido al centro que permanecerá inefable e inasible (la final pregunta por la misma paternidad apunta a ese mismo centro imposible de conocer).


El contrapunto de la voz de la protagonista es genial: ubicada en un presente de decadencia (que por supuesto ella no nota, no puede notar, aunque en el fondo sí lo sabe), dando una entrevista a un periodista borracho, trabajando en un cabaret de mala muerte, mostrando la gordura de la nostalgia y las arrugas del tiempo invencible, Selene se desnuda para los lectores que buscan ansiosos excitarse con la imagen de pérdida y derrota. Mientras que el narrador nos intercala la historia de ella, el sujet en que su pasado es también el pasado de un país por el que desfila una historia que quizá es tan triste sospechamos como la de la belleza que ahora debe bailar todas las noches ante el vacío de los ojos de una sociedad que se destruye, sin notarlo, en la exquisita visión de sí misma.
Y si Selene es el eje de una historia de caída y de pérdida, los personajes que la rodean que marcan y penetran su vida (y su cuerpo) dibujan una sociedad y un mundo del cual parece no haber escape. O sí: como el tío (¿?) de ella, Casimiro, jugador de fútbol que muere trágicamente o su padre (¿?) que se alcoholiza desde su trabajo de ascensorista (una demasiado esperable metáfora de la vida). Y todos los amantes que, como nosotros, no se dan cuenta que la belleza de Selene es la ausencia de futuro. Sin embargo, tragedia y melodrama, no hay nada ni nadie, cuerpo ni alma, que pueda quitarnos los sueños y la esperanza, aunque para ello debamos volver a nacer.  





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