¿Dónde comenzó todo? Bueno, la verdad es
que uno nunca sabe cuando realmente ha comenzado un escritor a ser lo que
después fue. Lo único que nos queda es remitirnos a sus obras primeras, a esos
textos iniciales donde con la facilidad que el tiempo transcurrido provee, el
crítico dice campante y rimbombante: ‘ya en sus inicios fulano daba clara
cuenta de una visión esperpéntica del mundo, por medio de un estilo propio que
solo buscaba la posibilidad de expandirse hacia el infinito de la radicalidad
barroca’, o algo por el estilo. No se trata, por cierto, de eso en este caso.
Aunque por supuesto que en estos breves relatos de Fadanelli se hayan
obsesiones que se reiteraran después en sus novelas, cuentos y ensayos. La
ciudad como la protagonista poderosa, triste y profundamente melancólica; una
ciudad, ciudad de México, perdida en los humos rezumantes de sexo, violencia y
ensueño.
Se trata, también, leer estas palabras
con su propia vida, su frescor que aún se mantiene y que históricamente resulta
especialmente notable: cuando se publicó El
día que la vea la voy a matar a comienzo de la década de los noventa, fue
saludada –según los editores de esta nueva edición (2010) como una literatura
que “toca los límites de la historieta hiperrealista” y, en lo que es lo más
significativo: una contribución importante “a la literatura basura”. Fue en
esos años en que por toda América Latina emergía una narrativa que en muchas
latitudes se llamó, sin gran originalidad, “nueva”. En el mismo México los escritores
del Crack publicaban sus primeros intentos; en Colombia, aquellos que Orlando
Mejía denominara Generación Mutante hacían los mismo; y más al sur la Editorial
Planeta aprovecha la aparición de escritores (más que escritoras) que daban una
nueva cara a la literatura (Fuguet en Chile fue un caso paradigmático). En 1996
se publicaba el compendio de esa “nueva narrativa”: McOndo. Parecía (y a muchos les sigue pareciendo) que el gran
cambio que se produjo no fue tanto estético o literario, sino más bien sociológico.
Si la literatura siempre ha estado en tensión con el mercado, ahora parecía que
esa tensión se tornaba más amable, casi cariñosa: ahora la literatura abrazaba
al mercado, lo ensalzaba. Algo que ocurría formalmente, pero sobre todo por la
presencia y actitud de los escritores que dejaban sus cuevas malditas para
convertirse en centros de un espectáculo antes reservado a estrellas de cine y
jugadores de fútbol (bueno, no exageremos tanto, tampoco). Literatura light,
literatura basura, y una larga sarta de calificativos de la crítica crítica. Y,
ahora sí, digámoslo con la ventaja de los años transcurridos, algo de cierto
había en eso y mucho de lo que se publicó fue bastante olvidable. Pero no todo:
hubo efectivamente, sino un quiebre, una renovación de la escena literaria --con todos los antecedentes que no vamos a
nombrar aquí--; y por supuesto algunos siguieron y fueron más renovadores (de
nuevo: dentro de tradicionales tradiciones, como son las mejores vanguardias).
Fadanelli es un ícono en ese cambio. Es, aunque no nos guste (y vaya que no le
gusta a mucha gente), un quiebre en la percepción del sentido de la letra; su
literatura (que de basura no tiene mucho) penetra en el campo de la realidad y
hace, dicho coloquialmente, zamba canuta con ella y, así, se reconvierte a ella
misma.
Sí, los relatos de El día son desparejos; algunos excesivamente pretenciosos en su
intento de epatar a lo que queda de burgueses en los lectores. Sin embargo, la
fuerza escatológica es notable. Aquí amor y muerte (como en toda tragedia que
se precie de su nombre) están hincando el diente en el deseo más oscuro (que es
el más puro) de nuestra imaginación de la realidad. “El recuerdo del progreso
atravesándoles por el culo”: el humor que deja de serlo, la sexualización de todo,
con lo cual se convierte el sexo mismo en metáfora y en un absoluto, como un
significante vacío que busca ser llenado por algo que no está ahí, que está
siempre buscándose: ese espacio y tiempo vacío es, precisamente, lo que la
literatura intenta llenar (sin nunca alcanzarlo por completo y por suerte).
Hay, también, un exceso de reflexión
explícita –como en “La postmodernidad explicada a las putas—; una reflexión que
en los textos posteriores (ah, el tiempo que ayuda) se hará desde las historias
mismas, desde el desencanto profundo de la mierda de vida que nos toca, irremediablemente
vivir. Pero, digámoslo de nuevo, en ello radica la esperanza y la belleza, la
salvación posible. Como lo dice Hölderlin, donde está el peligro también se
encuentra aquello que nos salva. La mejor literatura se mueve en ese balance
acezante. En el caso de Fadanelli es entre el absurdo del mundo pero que es, al
mismo tiempo, muy cercano: personajes que se destruyen porque no les queda más
que hacer, personas carentes, faltas física y mentalmente, que nos devuelve,
como desde un espejo deformado, la expresión de nuestra propia realidad.
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