Monday, May 19, 2014

El libro de la semana: El día que la vea la voy a matar, de Guillermo Fadanelli




¿Dónde comenzó todo? Bueno, la verdad es que uno nunca sabe cuando realmente ha comenzado un escritor a ser lo que después fue. Lo único que nos queda es remitirnos a sus obras primeras, a esos textos iniciales donde con la facilidad que el tiempo transcurrido provee, el crítico dice campante y rimbombante: ‘ya en sus inicios fulano daba clara cuenta de una visión esperpéntica del mundo, por medio de un estilo propio que solo buscaba la posibilidad de expandirse hacia el infinito de la radicalidad barroca’, o algo por el estilo. No se trata, por cierto, de eso en este caso. Aunque por supuesto que en estos breves relatos de Fadanelli se hayan obsesiones que se reiteraran después en sus novelas, cuentos y ensayos. La ciudad como la protagonista poderosa, triste y profundamente melancólica; una ciudad, ciudad de México, perdida en los humos rezumantes de sexo, violencia y ensueño.



Se trata, también, leer estas palabras con su propia vida, su frescor que aún se mantiene y que históricamente resulta especialmente notable: cuando se publicó El día que la vea la voy a matar a comienzo de la década de los noventa, fue saludada –según los editores de esta nueva edición (2010) como una literatura que “toca los límites de la historieta hiperrealista” y, en lo que es lo más significativo: una contribución importante “a la literatura basura”. Fue en esos años en que por toda América Latina emergía una narrativa que en muchas latitudes se llamó, sin gran originalidad, “nueva”. En el mismo México los escritores del Crack publicaban sus primeros intentos; en Colombia, aquellos que Orlando Mejía denominara Generación Mutante hacían los mismo; y más al sur la Editorial Planeta aprovecha la aparición de escritores (más que escritoras) que daban una nueva cara a la literatura (Fuguet en Chile fue un caso paradigmático). En 1996 se publicaba el compendio de esa “nueva narrativa”: McOndo. Parecía (y a muchos les sigue pareciendo) que el gran cambio que se produjo no fue tanto estético o literario, sino más bien sociológico. Si la literatura siempre ha estado en tensión con el mercado, ahora parecía que esa tensión se tornaba más amable, casi cariñosa: ahora la literatura abrazaba al mercado, lo ensalzaba. Algo que ocurría formalmente, pero sobre todo por la presencia y actitud de los escritores que dejaban sus cuevas malditas para convertirse en centros de un espectáculo antes reservado a estrellas de cine y jugadores de fútbol (bueno, no exageremos tanto, tampoco). Literatura light, literatura basura, y una larga sarta de calificativos de la crítica crítica. Y, ahora sí, digámoslo con la ventaja de los años transcurridos, algo de cierto había en eso y mucho de lo que se publicó fue bastante olvidable. Pero no todo: hubo efectivamente, sino un quiebre, una renovación de la escena literaria  --con todos los antecedentes que no vamos a nombrar aquí--; y por supuesto algunos siguieron y fueron más renovadores (de nuevo: dentro de tradicionales tradiciones, como son las mejores vanguardias). Fadanelli es un ícono en ese cambio. Es, aunque no nos guste (y vaya que no le gusta a mucha gente), un quiebre en la percepción del sentido de la letra; su literatura (que de basura no tiene mucho) penetra en el campo de la realidad y hace, dicho coloquialmente, zamba canuta con ella y, así, se reconvierte a ella misma.



Sí, los relatos de El día son desparejos; algunos excesivamente pretenciosos en su intento de epatar a lo que queda de burgueses en los lectores. Sin embargo, la fuerza escatológica es notable. Aquí amor y muerte (como en toda tragedia que se precie de su nombre) están hincando el diente en el deseo más oscuro (que es el más puro) de nuestra imaginación de la realidad. “El recuerdo del progreso atravesándoles por el culo”: el humor que deja de serlo, la sexualización de todo, con lo cual se convierte el sexo mismo en metáfora y en un absoluto, como un significante vacío que busca ser llenado por algo que no está ahí, que está siempre buscándose: ese espacio y tiempo vacío es, precisamente, lo que la literatura intenta llenar (sin nunca alcanzarlo por completo y por suerte).
Hay, también, un exceso de reflexión explícita –como en “La postmodernidad explicada a las putas—; una reflexión que en los textos posteriores (ah, el tiempo que ayuda) se hará desde las historias mismas, desde el desencanto profundo de la mierda de vida que nos toca, irremediablemente vivir. Pero, digámoslo de nuevo, en ello radica la esperanza y la belleza, la salvación posible. Como lo dice Hölderlin, donde está el peligro también se encuentra aquello que nos salva. La mejor literatura se mueve en ese balance acezante. En el caso de Fadanelli es entre el absurdo del mundo pero que es, al mismo tiempo, muy cercano: personajes que se destruyen porque no les queda más que hacer, personas carentes, faltas física y mentalmente, que nos devuelve, como desde un espejo deformado, la expresión de nuestra propia realidad.  


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