Como buen platónico (y a ratos
romántico), Fadanelli gusta de pensar la ciudad desde el espejo que son sus
habitantes. La gente que la vive, la recorrer y la sufre son la ciudad misma.
Sus sentimientos y esperanzas, sus sueños y derrotas, construyen la polis y
hacen de ella ese lugar trágico y cómico, donde lo que resulta más difícil es
precisamente la construcción, la relación entre personas. Así sucede, al menos,
en esta novela que recorre partes de la Ciudad de México –de una clase media
que se ha venido a menos hace ya mucho tiempo, a la que entre la violencia de
la vida le quedan destellos de felicidad—desde la perspectiva de cuatro
personajes que comparten radicalmente una condición: la soledad. Sí, de lo que
se trata en ¿Te veré en el desayuno?, es
de romper con la soledad, que se hace más terrible en una urbe donde viven
millones de almas solas como la de uno. Todos –Ulises, Adolfo, Olivia—están y
se sienten como Cristina: más solos que un perro. Y si esa soledad funciona
como metáfora de la city, sus
expectativas y tareas crean una red político-simbólica (es decir, apuntan a un
funcionamiento de la ciudad y de sus ciudadanos y refiere también a la
posibilidad de cambio) notable: Ulises es un oficinista de medio pelo, que
quiere llegar a ser gerente, pero no hace en realidad nada para lograrlo,
quizás porque en el fondo sabe que es imposible, y siempre los nuevos gerentes
vendrán de afuera; Adolfo, vive en la casa de sus padres fallecidos, donde ha
vivido toda su vida, con la bata de su padre aún colgando y el cepillo de
dientes de su madre aún repartiendo su memoria en el baño. Adolfo estudió
veterinaria por dos años y se retiró, deja pasar la vida con su obsesión por
Olivia, la vecina, hija de testigos de Jehová (la presencia y referencia de lo
religioso, en particular desde lo que podríamos denominar un imaginario
religioso-popular-urbano es considerable y valdría la pena pensarlo más en
detalle), quien es brutalmente violada en el vecindario. Enamorado toda la vida
de ella, solo la violación que sufre abre la posibilidad para que él se acerque
a ella. Y Cristina, prostituta callejera, pero con un corazón digno de puta de
Joaquín Sabina. La novela se inicia, entre irónica y en serio, con un epígrafe
que es toda una declaración de principios literarios. En la mejor veta del
realismo decimonónico (del bueno): “La siguiente es la historia de cuatro
personas cuyas vidas no merecían haber formado parte de novela alguna”. No
“merecían”, en ese pasado que la misma novela rompe y quiebra al convertirlos
en parte de ella misma. No se trata de que todo sea novelable (aunque lo sea),
sino de cómo se muestra la realidad de la novela: se escribe sobre lo que no
merece escribir; con ello se recupera una fuerza inicial de la novela, su
creación burguesa en parte, sí, pero también su carácter revolucionario,
realista. Y es en esta tensión donde vemos dibujada e imaginada la ciudad misma:
la ciudad que se recorre a través de los cuatro personajes.
La
construcción de la trama acentúa la ironía y, hasta cierto punto, en su evidencia,
pone de relieve lo ficticio de la realidad; esto es, la realidad es una
elaboración, no es algo dado de por sí, es siempre una invención. La realidad
solo existe desde la creación. Y eso provoca que sea más real, más verdadera.
La gran tragedia de estos personajes, que
es también la tragicomedia de la ciudad, es que al final logran lo que quieren,
más o menos, su optimismo se ve en parte recompensado. Adolfo logra vivir con
Olivia; Ulises vive con Cristina; todos rompiendo con la cáscara de su soledad,
encontrando compañía para acabar con la desolación cotidiana. Pero rápidamente
se descubre que esa solución es solo una máscara, la superficie que no tiene la
suficiente fuerza baudrillariana para hacer desaparecer el sentir profundo. Muy
pronto Ulises quiere volver a conocer a una prostituta como Cristina, a pesar
de vivir con ella; muy pronto Cristina extraña cierta libertad de su vida
previa. Pero todo sigue y todo queda: lo que determina el futuro (y el
presente) es la violencia física y sistémica que todo lo rodea y permea. Sí, al
final sabemos que la vida sigue y seguirá igual o no; que lo único que
realmente cambia el destino es la violencia. Así, sabemos que se sabrá, en
algún momento, que ha sido el hermano de Cristina uno de los violadores de
Olivia; lo sabemos cuando los cuatro comparten una cena triste, que bien podría
ser una escena de Carver o un cuadro de la soledad de Hopper.
Fadanelli crea historias con gran
facilidad, sus imágenes y lenguaje se desplazan entre el desenfado y la belleza.
A fin de cuentas, un poeta, un romántico y un realista, su escritura ha creado
una de las constelaciones más llamativas, y a ratos provocadoras, de la
narrativa latinoamericana de los últimos lustros.
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