Saturday, May 24, 2014

El libro de la semana: Mis días en Shanghai, de Aura Estrada


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Estamos acostumbrados a que cuando un escritor de renombre fallece prontamente comienza a aparecer y publicarse una serie de textos póstumos, escritos hallados en los cuadernos secretos, en los diarios de vida o, más recientemente, en los archivos de las computadoras. Nada malo con ello: todos saben que se trata de un negocio y que, a veces, se hallan textos que valen la pena al menos para los investigadores. El caso de Bolaño es paradigmático y, quizá, uno de los más notables del último tiempo. Bolaño ha sido el modelo, el maestro (palabra que, imagino, el aborrecería) para muchos de los escritores de las nuevas generaciones. Tal vez más un modelo de onda que de escritura; esto es, de apuesta radical y total por la literatura, más que de un estilo determinado (por suerte). Es una apuesta por ser poetas, por dedicarse a este juego que no es otra cosa que la vida que se da en la palabra.



Sea como sea y como no, hay un caso muy diferente; un caso que, hasta cierto punto, puede verse como su opuesto: el del escritor o escritora que fallece antes de adquirir fama o, en algunos casos, incluso antes de haber publicado. En estos casos (evidentemente se nos viene a la cabeza y al estómago enseguida Kafka), un grupo de amigos, de fanáticos, de secretos admiradores, luchan por dar a conocer la obra del o de la escritora. ¿Por qué? ¿Por qué darse ese trabajo? Las razones, claro está, son diversas: A veces, el amor a la literatura es una de ellas. Además, y esto no es menor, como dijera alguien (creo que fue Gide, pero no tengo ganas de buscarlo en Google), el infierno está lleno de buenas intenciones; lo cual traducido a lo que aquí tratamos quiere decir que la labor de recuperación, de recopilación de textos de un escritor o escritora desconocido que ya no está con nosotros no implica que lo recuperado –los textos que leemos— valgan la pena, es más, suele suceder lo contrario.



            Así con todo este pretencioso y prejuicioso preámbulo inicié en mi cabeza la lectura de Mis días en Shanghai, una recopilación de textos de Aura Estrada, quien murió a los 30 años “a consecuencia de un accidente en una playa de la costa del Pacífico”. Lo compré, confieso, sin saber nada de su autora ni de la historia de ella: el título llamó mi atención (uno de los muchos aciertos de los editores), así de simple.
Probablemente cuando uno se entera de lo que ha sucedido con la escritora, se adopta una perspectiva crítica diferente, resulta inevitable pensar en lo que podría haber llegado a escribir, imagínate hasta dónde podría haber… Pero no, ese no es el punto. Para mal o para bien. Y en este caso, para bien. Los textos de Estrada, una mezcolanza de ficción, crítica literaria y cultural, ensayística, minimalia filosófica, ironía, relato clásico, ejercicio paródico, son notables en su conjunto y, algunos, individuamente. Como pocas veces es posible apreciar una búsqueda y un sentido que no se halla pero que se quiere. Sus palabras, sus relatos y sus ideas, exudan una crisis que es la del sujeto que cree en la literatura en tiempos en que aquello, ella lo sabe, ya no es posible. Por lo mismo se hace más necesario creer. Como pocas veces podemos leer el presente y el futuro: una trayectoria de escritura que, de acuerdo, se vio sesgada prematuramente, pero que es y se constituye en sí sin necesidad del vacío que lo no escrito permite.



            Como crítica de la literatura, Estrada muestra su confusión y confesa su amor-odio por la academia literaria. (Yo como algo parecido a un crítico no comparto sus puntos de vistas, pero no solo me parecen válidos –una obviedad—sino violentamente necesarios). Ahí su amor a Bolaño, a Aira y, por supuesto, a Borges—se ríe del Menard, reescribe el Menard, el Menard es ella y ella lo sabe. Búsqueda. Dice de B&B que su prosa “nos recuerda que la literatura, cuando no es cursi, cuando no es servil, es decir, en esos casos excepcionales en los que no está puesta al servicio de un sistema (público o secreto) social, económico, político, ideológico o personal desata otra literatura, en la que los valores de la realidad profana, aliteraria, no operan”. No podría estar más en desacuerdo con esta afirmación y al mismo tiempo no puede dejar de reconocer su verdad y su profunda y radical belleza: sí, la literatura es la realidad misma, es donde podemos hallarnos a nosotros mismos y a quienes son como nosotros. La literatura, la verdadera (¿?) literatura nunca está al servicio de un sistema, sino que se sirve a ella misma. Pero, y ahí radica uno de esos secretos que B&B (en este caso se trata de Barthes y Benjamin) no pudieron explicar, al hacerlo necesariamente está sirviendo y sirviéndose de todos esos sistemas. Estrada apuesta por la autonomía de la literatura, pero solo hasta cierto punto, pues reconoce que ella (y aquí la ambigüedad vale: la escritora, la narradora, la literatura) se encuentra en un lugar de crisis, en una literal y griega encrucijada. Y al final de eso se trata: de buscar el camino sabiendo que nunca vamos a encontrarlo.



            Así, el camino entre la crítica y la escritora se reitera, encuentra su juego especular, entre los dos mundos, las dos lenguas, las dos realidades, que la autora vive: entre México y Estados Unidos (y en México, de nuevo, entre su nacimiento en León y si vida en el DF). Todos los textos, todo el aire que sopla en su prosa (la imagen no es mía) está atravesada por esa tensión. Incluso los ejercicios que los editores han incluido que consisten en escribir de algo que no sea una, vuelven a mostrarnos esa crisis que es donde se halla toda literatura. Pertenecer o no. Y adónde y cómo—de ahí, reitero, lo notable del título. Pertenecer: se reiteran los espacio del tránsito, de la fugacidad, de lo transitorio de toda experiencia. Aeropuertos, vida de estudiantes graduados, noches de borracheras y humos, todo pasa y nada queda, y lo único que podemos hacer, lo único que tiene sentido es escribir, seguir escribiendo, más allá y más acá.
            Y sí, más allá del futuro o del presente, hay algo en estos textos que se nos arranca siempre, algo que nos permite apostar a un futuro; algo que detrás de toda la fugacidad, del espanto que es el tiempo que vivimos y la angustia que sabemos, aún queda: saber que la literatura, como el amor, como una playa en el Pacífico, sigue ahí aunque ayer nunca sea mañana.   


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